viernes, 18 de marzo de 2011

A TRAVÉS DE LAS PUERTAS DE LA LLAVE DE PLATA



En colaboración con E. Hoffmann Price

Título original :"Through the Gates of the Silver Key " (1933)
Publicado en Weird Tales, 24, No. 1 (Julio de 1934)
Primera edición en castellano: Viajes al otro mundo (Selección y prólogo de R. Llopis, traducción de F. Torres Oliver). Madrid. Alianza, 1971.
I
En una inmensa sala de paredes ornadas
con tapices de extrañas figuras y suelo cubierto
con alfombras de Boukhara de extraordinaria
manufactura e increíble antigüedad,
se hallaban cuatro hombres sentados en torno
a una mesa atestada de documentos. En
los rincones de unos trípodes de hierro forjado
que un negro de avanzadísima edad y oscura
librea alimentaba de cuando en cuando,
emanaban los hipnóticos perfumes del olíbano,
mientras en un nicho profundo, a uno de
los lados, latía acompasado un extraño reloj
en forma de ataúd, cuya esfera estaba adornada
de enigmáticos jeroglíficos, y cuyas cuatro
manecillas no giraban de acuerdo con
ningún sistema cronológico de este planeta.
Era una estancia turbadora y extraña, pero
muy en consonancia con las actividades que
se desarrollaban en ella. Porque allí, en la
residencia de Nueva Orleans del místico, matemático
y orientalista más grande de este
continente, se estaba ventilando el reparto de
la herencia de un sabio, místico, escritor y
soñador no menos eminente, que cuatro años
antes había desaparecido de este mundo.
Randolph Carter, que durante toda su vida
había tratado de sustraerse al tedio y a las
limitaciones de la realidad ordinaria evocando
paisajes de ensueño y fabulosos accesos a
otras dimensiones, desapareció del mundo de
los hombres el 7 de octubre de 1928, a la
edad de cincuenta y cuatro años. Su carrera
había sido extraña y solitaria, y había quienes
suponían, por sus extravagantes novelas, que
habían debido sucederle cosas aún más extrañas
que las que se conocían de él. Su asociación
con Harley Warren, el místico de Carolina
del Sur cuyos estudios sobre la primitiva
lengua naakal de los sacerdotes himalayos
tan atroces consecuencias tuvieron, fue muy
íntima. Efectivamente, Carter había sido
quien -una noche enloquecedora y terrible, en
un antiguo cementerio- vio descender a Wa-
rren a la cripta húmeda y salitrosa de la que
nunca regresó. Carter vivía en Boston, pero
todos sus antepasados procedían de esa región
montañosa y agreste que se extiende
tras la vetusta ciudad de Arkham, llena de
leyendas y brujerías. Y fue allí, entre esos
montes antiguos, preñados de misterio, donde,
finalmente, había desaparecido él también.
Parks, su viejo criado, que murió a principios
de 1930, se había referido a cierto cofrecillo
de madera extrañamente aromática, cubierto
de horribles adornos que había encontrado
en el desván, a un pergamino indescifrable,
y a una llave de plata labrada con raros
dibujos que contenía la arqueta. En torno
a estos objetos, el propio Carter había mantenido
correspondencia con otras personas.
Carter, según dijo, le había contado que esta
llave provenía de sus antepasados y que le
ayudaría a abrir las puertas de su infancia
perdida, y de extrañas dimensiones y fantásticas
regiones que hasta entonces había visitado
sólo en sueños vagos, fugaces y evanes-
centes. Un día, finalmente, Carter había cogido
el cofrecillo con su contenido, y se había
marchado en su coche para no volver más.
Más tarde habían encontrado el coche al
borde de una carretera vieja y cubierta de
yerba que, a espaldas de la desolada ciudad
de Arkham, atraviesa las colinas que habitaron
un día los antepasados de Carter, de cuya
gran residencia sólo queda el sótano ruinoso,
abierto de cara al cielo. En un bosquecillo de
olmos inmensos había desaparecido en 1781
otro de los Carter, no muy lejos de la casita
medio derruida donde la bruja Goody Fowler
preparaba sus abominables pociones, tiempo
atrás. En 1692, la región había sido colonizada
por gentes que huían de la caza de brujas
de Salem, y aún ahora conserva una fama
vagamente siniestra, aunque debida a unos
hechos difíciles de determinar. Edmund Carter
había logrado huir justo a tiempo del Monte
de las Horcas, adonde le querían llevar sus
conciudadanos, pero todavía corrían muchos
rumores acerca de sus hechizos y brujerías.
¡Y ahora, al parecer, su único descendiente
había ido a reunirse con él!
En el coche habían encontrado el cofrecillo
de horribles relieves y fragante madera, así
como el pergamino indescifrable. La llave de
plata no estaba. Se supone que Carter se la
había llevado consigo. Y no se tenían referencias
del caso. La policía de Boston había dicho
que las vigas derrumbadas de la vieja morada
de los Carter mostraban cierto desorden, y
alguien había encontrado un pañuelo en la
siniestra ladera rocosa cubierta de árboles
que se eleva detrás de las ruinas, no lejos de
la terrible caverna llamada de las Serpientes.
Fue entonces cuando las leyendas que corrían
por la región sobre la Caverna de las
Serpientes cobraron renovada vitalidad. Los
campesinos volvieron a hablar en voz baja de
las prácticas impías a las que el viejo Edmund
Carter el brujo se había entregado en aquella
horrible gruta, a lo que ahora venía a añadirse
la extraordinaria afición que el propio Randolph
Carter había mostrado de niño por ese
lugar. Durante la infancia de Carter, la vene-
rable mansión se había mantenido en pie, con
su anticuada techumbre de cuatro vertientes,
habitada sólo por su tío abuelo Christopher.
El la había visitado con frecuencia, y había
hablado de modo especial sobre la Caverna
de las Serpientes. Las gentes recordaban que
más de una vez se había referido a una grieta
que había en un rincón ignorado de la cueva,
y hacían cábalas sobre el cambio que había
experimentado a raíz de un día que pasó entero
dentro de la caverna, a los nueve años
de edad. Esto había sucedido en octubre, y
desde entonces parecía haber adquirido una
inusitada facultad de predecir acontecimientos
futuros.
La noche en que desapareció Carter, había
llovido, y nadie pudo encontrar la menor huella
de los pasos que dio al bajar del coche. En
el interior de la Caverna de las Serpientes se
había formado un barro líquido y viscoso,
debido a las grandes filtraciones de agua.
Sólo los rústicos ignorantes murmuraron sobre
ciertas huellas que habían creído descubrir
en el sitio donde los grandes olmos so-
bresalían por encima de la carretera y en la
siniestra pendiente próxima a la Caverna de
las Serpientes donde había sido encontrado el
pañuelo. Pero, ¿quién iba a hacer caso de
aquellos rumores, según los cuales esas huellas
eran idénticas a las que dejaban las botas
de puntera cuadrada que había usado Randolph
Carter cuando era niño? Esa historia
era tan insensata como aquella otra de que
habían visto las huellas inconfundibles de las
botas de Benjiah Corey, que según decían
iban al encuentro de las huellas pequeñas de
la carretera. El viejo Benjiah Corey había sido
el criado del señor Carter cuando Randolph
era muy joven, pero hacía treinta años que
había muerto.
Debieron ser esos rumores -añadidos a las
manifestaciones que el propio Carter había
hecho a Parks y a otros sobre su suposición
de que la labrada llave de plata le ayudaría a
abrir las puertas de su perdida infancia- los
que indujeron a ciertos investigadores ocultistas
a declarar que el desaparecido había conseguido
dar la vuelta a la marcha del tiempo,
regresando, a través de cincuenta y cuatro
años, a ese día de octubre de 1883 en que,
siendo niño, había permanecido tantas horas
en la Caverna de las Serpientes. Sostenían
que, cuando salió aquella noche de la cueva,
Carter había logrado de algún modo viajar
hasta 1928 y volver. ¿Acaso no sabía después
las cosas que habrían de suceder más tarde?
Y no obstante, jamás se había referido a suceso
alguno posterior a 1928.
Uno de estos sabios -un viejo excéntrico de
Providence, Rhode Island, que había mantenido
una larga y estrecha correspondencia
con Carter tenía una teoría aún más complicada:
decía que no sólo había regresado a la
niñez, sino que había alcanzado un grado de
liberación aún mayor, pudiendo recorrer ahora
a capricho los paisajes prismáticos de sus
sueños infantiles. Tras haber sufrido una extraña
visión, este hombre publicó un relato
sobre la desaparición de Carter, en el que
insinuaba la posibilidad de que éste ocupase
el trono de ópalo de Ilek-Vad, fabulosa ciudad
de innumerables torreones, asentada en lo
alto de los acantilados de cristal que dominan
ese mar crepuscular en que los gnorri, barbudas
criaturas provistas de aletas natatorias,
construyen sus singulares laberintos.
Fue este anciano, Ward Phillips, quien más
enérgicamente se opuso al reparto de los bienes
de Carter entre sus herederos -todos ellos
primos lejanos- alegando que éste aún seguía
con vida en otra dimensión del tiempo, y que
muy bien podría ser que regresara un día.
Contra este argumento se alzó uno de los
primos, Ernest K. Aspinwall, de Chicago, diez
años mayor que Carter, que era un abogado
experto y combativo como un joven cuando
se trataba de batallas forenses. Durante cuatro
años la contienda había sido furiosa; pero
la hora del reparto había sonado, y esta inmensa
y extraña sala de Nueva Orleans iba a
ser el escenario del acuerdo.
La casa pertenecía al albacea testamentario
de Carter para los asuntos literarios y financieros:
el distinguido erudito en misterios
y antigüedades orientales, Etienne-Laurent de
Marigny, de ascendencia criolla. Carter había
conocido a De Marigny durante la guerra,
cuando ambos servían en la Legión Extranjera
francesa, y en seguida se sintió atraído por él
a causa de la similitud de gustos y pareceres.
Cuando, durante un memorable permiso colectivo,
el erudito y joven criollo condujo al
ávido soñador bostoniano a Bayona, en el sur
de Francia, y le enseñó ciertos secretos terribles
que ocultaban las tenebrosas criptas inmemoriales
excavadas bajo esa ciudad milenaria
y henchida de misterios, la amistad entre
ambos quedó sellada para siempre. El
testamento de Carter nombraba como albacea
a De Marigny, y ahora este estudioso infatigable
presidía de mala gana el reparto de
la herencia. Era un triste deber para él porque,
como le pasaba al viejo excéntrico de
Rhode Island, tampoco él creía que Carter
hubiera muerto. Pero, ¿qué peso podían tener
los sueños de dos místicos frente a la rígida
ciencia mundana?
En aquella extraña habitación del viejo barrio
francés, se habían sentado en torno a la
mesa unos hombres que pretendían tener
algún interés en el asunto. La reunión se
había anunciado, como es de rigor en estos
casos, en los periódicos de las ciudades donde
se suponía que pudiera vivir alguno de los
herederos de Carter. Sin embargo, sólo había
allí cuatro personas reunidas escuchando el
tic-tac singular de aquel reloj en forma de
ataúd que no marcaba ninguna hora terrestre,
y el rumor cristalino de la fuente del patio
que se veía a través de las cortinas. A medida
que pasaban las horas lentamente, los semblantes
de los cuatro se iban borrando tras el
humo ondulante de los trípodes que cada vez
parecían necesitar menos los cuidados de
aquel viejo negro de furtivos movimientos y
creciente nerviosidad.
Los presentes eran el propio Etienne de
Marigny, hombre enjuto de cuerpo, moreno,
elegante, de grandes bigotes y aspecto joven;
Aspinwall, representante de los herederos, de
cabellos blancos y rostro apoplético, rollizo, y
con enormes patillas; Phillips, el místico de
Providence, flaco, de pelo gris, nariz larga,
cara afeitada y cargado de espaldas; el cuarto
era de edad indefinida, delgado, rostro moreno
y barbudo, absolutamente impasible, tocado
de un turbante que denotaba su elevada
casta brahmánica. Sus ojos eran negros como
la noche, llenos de fuego, casi sin iris, y parecía
mirar desde un abismo situado muy por
detrás de su rostro. Se había presentado a sí
mismo como el swami Chandraputra, un
adepto venido de Benarés con cierta información
de suma importancia. Tanto De Marigny
como Phillips -que habían mantenido correspondencia
con él- habían reconocido inmediatamente
la autenticidad de sus pretensiones
esotéricas. Su voz tenía un acento singular,
un tanto forzado, hueco, metálico, como si el
empleo del inglés resultara difícil a sus órganos
vocales; no obstante, su lenguaje era tan
fluido, correcto y natural como el de cualquier
anglosajón. Su indumentaria general era europea,
pero las ropas le quedaban flojas y le
caían extraordinariamente mal, lo cual, sumado
a su barba negra y espesa, su turbante
oriental y sus blancos mitones, le daba un
aire de exótica excentricidad.
De Marigny, manoseando el pergamino
hallado en el coche de Carter, decía:
-No, no he podido descifrar una sola letra
del pergamino. El señor Phillips, aquí presente,
también ha desistido. El coronel Churchward
afirma que no se trata de la lengua
naakal, y que no tiene el menor parecido con
los jeroglíficos de las mazas de guerra de la
Isla de Pascua. Los relieves del cofre, en
cambio, recuerdan muchísimo a las esculturas
de la Isla de Pascua. Que yo recuerde, lo más
parecido a estos caracteres del pergamino
(observen cómo todas las letras parecen colgar
de las líneas horizontales) es la caligrafía
de un libro que poseía el malogrado Harley
Warren. Le acababa de llegar de la India, precisamente
cuando Carter y yo habíamos ido a
visitarle, en 1919, y no quiso decirnos de qué
se trataba. Aseguraba que era mejor que no
supiéramos nada, y nos dio a entender que
acaso su origen fuera extraterrestre. Se lo
llevó consigo aquel día de diciembre en que
bajó a la cripta del antiguo cementerio, pero
ni él ni su libro volvieron a la superficie otra
vez. Hace algún tiempo le envié aquí, a nuestro
amigo el swami Chandraputra, el dibujo
de alguna de aquellas letras, hecho de memoria,
y una fotocopia del manuscrito de Carter.
El cree que podrá aportar alguna luz sobre
tales caracteres después de realizar ciertas
investigaciones y consultas. En cuanto a
la llave, Carter me envió una fotografía. Sus
extraños arabescos no son letras, pero parece
como si perteneciesen a la misma tradición
cultural que el pergamino. Carter decía siempre
que estaba a punto de resolver el misterio,
aunque nunca llegó a darme detalles. Una
vez casi se puso poético hablando de todo
este asunto. Aquella antigua llave de plata,
según decía, abriría las sucesivas puertas que
impiden nuestro libre caminar por los imponentes
corredores del espacio y del tiempo,
hasta el mismo confín que ningún hombre ha
traspasado jamás desde que Shaddad, empleando
su genio terrible, construyó y ocultó
en las arenas de la pétrea Arabia las prodigiosas
cúpulas y los incontables alminares de
Irem, la ciudad de los mil pilares. Según es-
cribió Carter, han regresado santones hambrientos
y nómadas enloquecidos por la sed,
para hablar de su pórtico monumental y de la
mano esculpida sobre la clave del arco; pero
ningún hombre lo ha cruzado y ha vuelto
después para decirnos que sus huellas atestiguan
su paso por las arenas del interior. Carter
suponía que la llave era precisamente lo
que la mano ciclópea intentaba agarrar en
vano. Lo que no sabemos es por qué razón no
se llevó Carter el pergamino lo mismo que la
llave. Tal vez lo olvidaría, o quizá se abstuvo
al recordar que su amigo llevaba consigo un
libro de parecidos caracteres al descender a la
cripta, y no regresó. O sencillamente, puede
que no tuviera nada que ver con la empresa
que él pretendía llevar a cabo.
Al interrumpirse De Marigny, el anciano
señor Phillips dijo con voz áspera y chillona:
-Sólo podemos conocer los vagabundeos
de Carter por nuestros propios sueños. Yo he
estado en lugares muy extraños en mis sueños,
y he oído cosas muy raras y significativas
en Ulthar, al otro lado del río Skai. Parece
que el pergamino no debía de hacerle falta,
ya que Carter, lo que pretendía era regresar
al mundo de los sueños de su niñez, y ahora
es rey de Ilek-Vad.
El señor Aspinwall se puso aún más apoplético
y farfulló:
-¿Por qué no hacen que se calle ese viejo
loco? Ya hemos tenido bastantes tonterías de
ese tipo. El problema ahora es hacer el reparto,
y ya es hora de que nos pongamos a ello.
Por primera vez habló el swami Chandraputra
con su voz singularmente metálica y
lejana:
-Señores, en todo este asunto hay algo
más de lo que ustedes piensan. El señor Aspinwall
no hace bien en burlarse de la veracidad
de los sueños. El señor Phillips tiene una
idea incompleta de la cuestión, quizá porque
no ha soñado lo suficiente. Por mi parte, he
soñado muchísimo. En la India soñamos todos
mucho, y ésta parece ser también la costumbre
de los Carter. Usted, señor Aspinwall,
es primo suyo por parte de madre, y por lo
tanto no es Carter. Mis propios sueños, y al-
gunas otras fuentes de información, me han
revelado ciertas cosas que todavía siguen
oscuras para ustedes. Por ejemplo, Randolph
Carter dejó olvidado ese pergamino que no
pudo descifrar, pero le habría sido muy conveniente
llevárselo. Como ven ustedes, he
llegado a enterarme de muchas cosas que le
sucedieron a Carter desde que, hace cuatro
años, en el atardecer del siete de octubre,
abandonó su coche y se fue con la llave de
plata.
Aspinwall soltó una risotada, pero los demás
quedaron en suspenso, presos de un
renovado interés. El humo de los trípodes
aumentaba, y el tic-tac extravagante de
aquel reloj en forma de ataúd pareció convertirse
en los puntos y rayas de algún mensaje
telegráfico remoto y terrible, procedente de
los espacios exteriores. El hindú se echó hacia
atrás, cerró los ojos casi por completo y siguió
hablando en su tono ligeramente forzado,
aunque con fluidez. Y a medida que
hablaba, fue tomando forma ante su auditorio
el cuadro de lo que había sucedido a Randolph
Carter.
II
«Las colinas que se extienden más allá de
la ciudad de Arkham están impregnadas de
extraña magia por algo, quizá, que el viejo
hechicero Edmund Carter invocaría de las
estrellas, o que haría emerger de las más
profundas criptas de la tierra, cuando se refugió
en aquellos parajes al huir de Salem en
1692. Tan pronto como Randolph Carter volvió
a las colinas, comprendió que se encontraba
cerca de las puertas que sólo unos pocos
hombres temerarios y execrados han logrado
abrir a través de las titánicas murallas
que separan el mundo y lo absoluto. Presentía
que aquí y ahora podría poner en práctica
con éxito el mensaje, descifrado meses antes,
que se ocultaba en los arabescos de aquella
enmohecida e increíblemente antigua llave de
plata. Ahora sabía cómo hacerla girar y cómo
alzarla bajo los rayos del sol poniente, y qué
fórmulas ceremoniales debían entonarse en el
vacío, al dar la novena y última vuelta. En un
lugar tan próximo al vértice transdimensional
y a la puerta mística, era imposible que la
llave fallara en la misión para la que había
sido creada. Era seguro que Carter descansaría
aquella noche de su perdida niñez, por la
que nunca había dejado de suspirar.
»Salió del coche con la llave en el bolsillo,
y caminó cuesta arriba por la serpeante carretera,
adentrándose en el corazón de aquella
comarca embrujada y sombría. Cruzó las
tapias de piedra cubiertas de enredadera, el
bosque de árboles amenazadores y ramaje
retorcido, el huerto abandonado, la granja
desierta de rotas ventanas abiertas, y las ruinas
sin nombre. A la hora del crepúsculo,
cuando las lejanas agujas de campanario de
Kingsport relucían con resplandores rojizos,
sacó la llave, le dio las vueltas necesarias y
entonó las fórmulas requeridas. Sólo más
adelante se dio cuenta de la prontitud con
que surtió efecto este ritual.
»Luego, en la creciente oscuridad del crepúsculo,
oyó una voz del pasado: la del viejo
Benjiah Corey, el criado de su tío abuelo. ¿No
hacía treinta años que había muerto Benjiah?
¿Pero treinta años a partir de qué fecha? ¿En
qué año estaba ahora? ¿Dónde había estado?
¿Qué tenía de raro que Benjiah le estuviera
llamando hoy, 7 de octubre de 1833? ¿Acaso
no llevaba fuera de casa mucho más rato de
lo que tía Martha le tenía dicho? ¿Qué llave
era esta que llevaba en el bolsillo de la blusa,
en vez del pequeño catálogo que le regalara
su padre al cumplir los nueve años? ¿No la
había encontrado en el desván de casa?
¿Atravesaría el pórtico que sus ojos perspicaces
habían descubierto entre las rocas desgarradas
del fondo de aquella cueva interior que
se abría tras la Caverna de las Serpientes?
Todo el mundo relacionaba ese lugar con Edmund
Carter el hechicero. La gente no quería
pasar por allí; nadie más que él había descubierto
la grieta de la roca, ni se había escurrido
por ella hasta la gran cámara interior donde
se encontraba el portón. ¿Qué manos
habrían tallado la roca viva formando como
un pórtico de templo? ¿Quizá las del viejo
Edmund, el hechicero, o acaso las de otros
seres invocados por él y que actuaban bajo su
mandato?
»Aquella noche, el pequeño Randolph cenó
con tío Chris y tía Martha en el viejo caserón
del enorme tejado.
»A la mañana siguiente se levantó temprano,
cruzó el huerto de manzanos, y se
internó por la arboleda de arriba, donde estaba
oculta la Caverna de las Serpientes, tenebrosa
y amenazante, entre grotescos e hinchados
robles. Sentía en su interior una insospechada
ansiedad, y ni siquiera se dio
cuenta de que se le había caído el pañuelo, al
registrarse el bolsillo para ver si traía la llave.
Se deslizó a través del negro orificio con intrépida
seguridad, alumbrándose el camino
con las cerillas que había cogido del cuarto de
estar. Un momento después, se había colado
a través de la grieta de la roca, y se hallaba
en la inmensa gruta interior, cuya rocosa pared
final recordaba la forma de un pórtico
labrado intencionadamente en la piedra. Allí
permaneció en pie, ante la pared húmeda y
goteante, silencioso, aterrado, encendiendo
cerilla tras cerilla mientras la contemplaba.
¿Aquella prominencia que emergía de la clave
del arco sería acaso la gigantesca mano esculpida?
Entonces sacó la llave, hizo ciertos
movimientos y entonó determinados cánticos
cuyo origen recordaba confusamente. ¿Habría
olvidado algo ? El sólo sabía que deseaba
cruzar la barrera que le separaba de las regiones
ilimitadas de sus sueños, de los abismos
donde todas las dimensiones se disuelven
en lo absoluto.
III
»Resulta difícil explicar con palabras lo que
sucedió entonces. Fue una sucesión de paradojas,
de contradicciones, de anomalías que
no tienen cabida en la vida vigil, pero que
llenan nuestros sueños más fantásticos, donde
se aceptan como cosa corriente, hasta que
regresamos a nuestro mundo objetivo, estrecho,
rígido, encorsetado por los principios de
una lógica tridimensional.»
Al proseguir su relato, el hindú tuvo que
evitar muchos escollos para no dar la impresión
de delirios triviales y pueriles, en vez de
transmitir la experiencia de un hombre trasladado
a su niñez a través de los años. El
señor Aspinwall, disgustado, dio un bufido y
dejó prácticamente de escuchar.
«El ritual de la llave de plata, tal como lo
había llevado a cabo Randolph Carter en
aquella cueva tenebrosa y oculta en el interior
de otra cueva, tuvo un resultado inmediato.
Desde el primer movimiento, desde la
primera sílaba que había pronunciado, sintió
el aura de una extraña y pavorosa mutación.
Su percepción del espacio y del tiempo experimentó
un trastorno profundísimo y perdió
las nociones que conocemos nosotros como
movimiento y duración. Imperceptiblemente,
conceptos tales como el de edad o el de localización
espacial dejaron de tener significado
alguno. El día anterior, Randolph Carter había
saltado milagrosamente un abismo de años.
Ahora no había ya diferencia alguna entre
niño y hombre. Sólo existía la entidad Randolph
Carter, dotada de cierta cantidad de
imágenes que habían perdido ya toda conexión
con las escenas terrestres y las circunstancias
con que habían sido adquiridas.
Poco antes estaba en el interior de una caverna,
en cuya pared del fondo parecían destacarse
vagamente los trazos de un arco
monstruoso y de una mano gigantesca esculpida.
Ahora no había ya ni caverna ni ausencia
de caverna, ni paredes ni ausencia de paredes.
Había un fluir de sensaciones no tanto
visuales como cerebrales, en medio de las
cuales la entidad que era Randolph Carter
captaba y archivaba todo lo que su espíritu
percibía, aun sin tener clara conciencia de
cómo tales impresiones llegaban hasta él.
»Cuando hubo concluido el ritual, Carter se
dio cuenta de que no se hallaba en ninguna
región descrita por los geógrafos de la Tierra,
ni en época alguna cuya fecha pudieran determinar
los historiadores. Sin embargo, lo
qué estaba sucediendo le era en cierto modo
familiar. En los misteriosos fragmentos pnakóticos
figuraban alusiones a procesos análogos
y, una vez descifrados los símbolos grabados
en la llave de plata, todo un capítulo
del Necronomicon, obra del árabe loco Abdul
Alhazred, había adquirido significado. Acababa
de abrir una puerta. No se trataba de la
Ultima Puerta, desde luego, sino de la que
daba acceso, desde el tiempo terrenal, a
aquella extensión de la Tierra situada fuera
del tiempo, en la que, a su vez, se halla la
Ultima Puerta. Esta comunica con los pavorosos
misterios del Vacío Final que se extiende
más allá de todos los mundos, de todos los
universos y de toda la materia.
»Ante ella habría un Guía verdaderamente
terrible, un Guía que había morado en la Tierra
hace millones de años, cuando la existencia
del hombre ni siquiera podía imaginarse,
cuando formas ya olvidadas pululaban por el
planeta cubierto todavía de vapores, construyendo
extrañas ciudades entre cuyas ruinas
retozaron más tarde los primeros mamíferos.
Carter recordaba la manera vaga con que el
abominable Necronomicon describía a este
Guía:
»Y hay quienes se han atrevido a asomarse
al otro lado del Velo, y a aceptarle a El como
guía -había escrito el árabe loco- mas habrían
dado muestras de mayor prudencia no aceptando
trato alguno con El; porque está en el
Libro de Thoth cuán terrible es el precio de
una simple mirada. Y aquellos que entraren
no podrán volver jamás, porque en los espacios
infinitos que transcienden nuestro mundo
existen formas tenebrosas que atrapan y envuelven.
La Entidad que fluctúa en la noche, y
la Malignidad capaz de desafiar al Signo Arquetípico,
y la Horda que vigila el portal secreto
de cada tumba y medra con lo que se
forma en los moradores de ésta.. todos estos
Horrores son inferiores al del que guarda el
umbral, al de ESE que guiará al temerario,
más allá de todos los mundos, hasta el Abismo
de los devoradores innominados. Porque
EL es ‘UMR AT-TA WIL, El Más Antiguo, nom-
bre que el escriba traduce por EL DE LA VIDA
PROLONGADA’.
»En medio del caos, sus recuerdos y su
imaginación presentaron ante él confusas
imágenes de perfiles inciertos; pero Carter
sabía que no tenían consistencia, puesto que
sólo eran proyecciones de su propia mente.
Pero también se daba cuenta de que esas
imágenes no habían aparecido en su conciencia
por azar, sino más bien a causa de la realidad
inmensa, inefable y sin dimensiones que
le rodeaba, la cual se esforzaba por expresarse
en los únicos símbolos que él podía comprender.
Ningún espíritu de la Tierra es capaz
de captar directamente -sino sólo por símbolos-
las formas indecibles que se entrelazan
en los tortuosos abismos exteriores al tiempo
y a las dimensiones que conocemos.
»Delante de Carter se desplegó una vaporosa
formación de siluetas y de escenas confusas
que le sugirieron de algún modo las
eras primordiales de la Tierra, sepultadas en
un pasado de millones y millones de años.
Monstruosas formas de vida se movían con
lentitud a través de escenarios fantásticos
como jamás han aparecido ni en los más delirantes
sueños del hombre, en medio de vegetaciones
increíbles, de acantilados, de montañas
y de edificios distintos en todo a los que
el hombre construye. Había ciudades bajo el
mar, y estaban habitadas; y había torres que
se alzaban en los desiertos, y de ellas despegaban
globos y cilindros, y también criaturas
aladas, y regresaban a ellas después de cruzar
los espacios. Carter veía todo esto, aunque
las imágenes no guardaban clara relación
entre sí, ni tampoco con él. Y él mismo no
poseía forma ni posición estables, sino sólo
vagas intuiciones de forma y posición proporcionadas
por su imaginación en continuo movimiento.
»Carter habría deseado encontrar regiones
encantadas de sus sueños infantiles, donde
las galeras navegaban curso arriba por el río
Oukranos y cruzaban las doradas agujas de
Thran, donde las caravanas de elefantes vagaban
por las junglas perfumadas de Kle,
más allá de los palacios olvidados de
columnas de marfil que duermen intactos y
fascinantes bajo la luna. Pero, intoxicado por
visiones más vastas y profundas, apenas si
sabía ahora lo que buscaba. En su mente
despertaron pensamientos de infinito y blasfemo
atrevimiento; y comprendió que se enfrentaría
al Temible Guía sin temor, y que le
preguntaría cosas monstruosas y terribles.
»De pronto, el cambiante cortejo de impresiones
pareció fijarse. Había grandes masas
de enormes rocas erguidas, cubiertas de
unos relieves extraños e incomprensibles que
se ordenaban según las leyes de alguna geometría
ignorada e invertida. La luz se filtraba
de un cielo de color indeterminado, tomaba
direcciones desconcertantes y contradictorias,
y, casi como un ser dotado de intencionalidad,
jugaba por encima de algo que parecía
una especie de semicírculo de pedestales
hexagonales cubiertos de jeroglíficos gigantescos
y coronados por unas formas veladas e
indefinidas.
»Había, además, otra figura que no ocupaba
ningún pedestal, sino que parecía cernerse
o flotar sobre la vaporosa superficie horizontal
que parecía ser el suelo. No tenía silueta
estable, pero adoptaba formas fugaces que
sugerían remoto antepasado del hombre o
acaso algún ser que hubiese seguido una evolución
paralela a la humana. Su tamaño, sin
embargo, era aproximadamente el de la mitad
de un hombre normal. Como las figuras
de los pedestales, parecía pesadamente embozado
en una especie de tejido de color neutro.
Carter no descubrió en el tejido ninguna
abertura para mirar. Pero sin duda no la necesitaba
la criatura embozada, ya que debía
pertenecer a una clase de seres de estructuras
y facultades totalmente ajenas al mundo
físico que conocemos.
»Un momento después, Carter comprobó
que así era, en efecto, ya que la Silueta había
hablado directamente a su espíritu sin recurrir
a ningún lenguaje ni emitir un solo sonido.
Y aunque el nombre con que se dio a conocer
era pavoroso y terrible, Randolph Carter
no se dejó vencer por el miedo. Al contrario,
contestó sin emplear tampoco ningún
sonido ni lenguaje, y le rindió el homenaje
que había aprendido del Necronomicon. Porque
esta silueta era nada menos que la de
Aquel ante quien ha temblado el mundo entero
desde que Lomar emergió de las aguas y
los Hijos de las Brumas de Fuego habían bajado
a la Tierra para enseñarle al hombre la
Sabiduría Arquetípica. Era, en efecto, el espantoso
Guía y Guardián del Umbral: UMR
AT-AWIL, El Más Antiguo, cuyo nombre ha
traducido el escriba por EL DE LA VIDA
PROLONGADA.
»El Guía estaba enterado, puesto que El
todo lo sabe, del viaje y la llegada de Carter,
y también de que éste buscador de sueños y
secretos se mantenía sin miedo ante su presencia.
De El no irradiaba horror ni malignidad
alguna, y Carter comenzó a preguntarse
si las alusiones horrendas y blasfemas del
árabe loco no obedecerían a la envidia y al
deseo jamás cumplido de haber hecho lo que
él estaba a punto de realizar. O acaso el Guía
reservase su horror y su malignidad para
aquellos que le temían. Como la comunica-
ción telepática continuaba, Carter acabó finalmente
por interpretar el mensaje en forma
de palabras:
»‘Soy, en efecto, ese Más Antiguo que tú
sabes -dijo el Guía-. Los Primigenios y Yo te
hemos estado esperando. Aunque has tardado
mucho, te doy la bienvenida. Tienes la
llave y has abierto la Primera Puerta. Ahora
tienes que atravesar la Ultima Puerta, que ya
está preparada para tu prueba. Si tienes miedo,
no debes seguir. Todavía puedes regresar
sin peligro donde viniste Pero si decides proseguir...

»Hubo un silencio ominoso, pero la irradiación
seguía siendo amistosa. Carter no dudó
un segundo, porque ardía en deseos de seguir
adelante.
»‘Continuaré replicó , y te acepto como
Guía.’
»Al recibir esta respuesta, el Guía pareció
hacer un gesto, a juzgar por los movimientos
del tejido en que se hallaba embozado, que
podían obedecer al hecho de haber levantado
un brazo. Después hizo otra señal, y gracias a
sus conocimientos de lo oculto, Carter entendió
que estaba muy cerca de la Ultima Puerta.
La luz adquirió entonces una coloración inexplicable
y las siluetas de los pedestales hexagonales
se hicieron más definidas. Al perfilarse
más, tomaron un mayor parecido con el
hombre, aunque Carter sabía que no podían
ser hombres. Sobre sus cabezas tapadas llevaban
unas mitras altas de inciertos colores
que recordaban extrañamente a las de las
abominables figuras talladas por algún escultor
olvidado a lo largo de los barrancos rocosos
de cierta montaña inmensa y prohibida de
Tartaria. Entre los repliegues de sus tupidos
velos aparecían unos cetros largos cuyos pomos
esculpidos representaban un misterio
grotesco y arcaico.
»Carter adivinó quiénes eran y de dónde
provenían, así como a Quién servían; y también
sospechaba cuál era el precio de su servicio.
.Pero aún se consideraba dichoso, porque
en una aventura tan extraordinaria, podría
aprender todos los secretos del universo.
La condenación -se dijo- es sólo una palabra
que circula entre aquellos cuya ceguera les
lleva a condenar a todos los que ven, aunque
sea con un solo ojo. Se asombraba de la inmensa
variedad de quienes hablaban sin ton
ni son de los perversos Primigenios, como si
Ellos pudieran abandonar sus sueños eternos
para desatar su cólera sobre la humanidad.
Esto sería tan absurdo -pensó- como imaginar
un mamut ensañándose con una lombriz».
»Luego las figuras de los pedestales hexagonales
le saludaron inclinando sus extraños
cetros esculpidos e irradiando un mensaje
telepático que él entendió:
»‘Te saludamos a ti, El Más Antiguo; y a ti,
Randolph Carter, que por tu audacia te has
convertido en uno de los nuestros.’
»Carter vio entonces que había un pedestal
vacío que, con un gesto, El Más Antiguo le
indicó que estaba reservado para él. Y vio
también otro pedestal, más alto que los demás,
en el centro de la fila -que no era semicírculo,
ni elipse, ni parábola, ni hipérbolaque
formaban todos ellos. ‘Este debe ser el
trono del propio Guía’, pensó. Caminando y
subiendo de manera singular e indefinible,
Carter fue a ocupar su sitio, y al hacerlo, vio
que el Guía se había sentado también.
»Gradualmente y como entre brumas, fue
distinguiendo un objeto que El Más Antiguo
sostenía entre los pliegues para que lo vieran,
o lo captaran con un sentido equivalente, sus
embozados compañeros. Era una gran esfera,
o algo parecido, de un metal oscuramente
iridiscente; y al mostrarla el Guía, una sorda
e intensa impresión de sonido comenzó a latir
como un pulso que no se parecía a ningún
ritmo de la Tierra. Era algo así como un cántico,
o lo que una imaginación humana podría
haber interpretado como tal. Luego, el objeto
parecido a una esfera comenzó a adquirir
luminosidad, igual que si brillara con una luz
fría y pulsátil de color indefinible, y Carter
comprobó que sus destellos se acompasaban
con el ritmo extraño de los cánticos. Entonces,
todas las siluetas mitradas de los pedestales
iniciaron un singular balanceo, siguiendo
el mismo ritmo inexplicable, mientras los
nimbos de una luz indefinible -semejante a la
de la esfera- envolvían sus cubiertas cabezas.
El hindú interrumpió su relato y miró con
curiosidad el reloj de forma de ataúd, con su
esfera cubierta de jeroglíficos y sus cuatro
manecillas, cuyo tic-tac desconcertante seguía
un ritmo ajeno a la Tierra.
»-A usted, señor De Marigny -dijo súbitamente
a su sabio anfitrión- no es preciso
hablarle del ritmo particularmente extraño
que seguían las embozadas siluetas de los
pedestales hexagonales con sus cánticos y
balanceos. Además de Carter, es usted el
único en América que ha sentido alguna premonición
de la Dimensión Exterior. Supongo
que este reloj se lo enviaría el yogui de quien
solía hablar el pobre Harvey Warren, el vidente
que decía haber sido el único que había
estado en Yian-Ho, escondido reducto de la
antiquísima Leng, llevándose ciertas cosas de
aquella ciudad pavorosa y prohibida. Me pregunto
qué objetos delicados conocerá usted
de allá. Si mis sueños y lecturas no me engañan,
esa ciudad fue construida por quienes
conocían bastante bien la Primera Entrada.
Pero seguiré mi relato.
»Por último -prosiguió el swami- el balanceo
y los cánticos cesaron, los nimbos fosforescentes
que rodeaban sus cabezas, ahora
caídas e inmóviles, palidecieron y las figuras
se hundieron extrañamente en sus pedestales.
La esfera, no obstante, continuó palpitando
con inexplicable luz. Carter comprendió
que los Primigenios dormían de nuevo como
cuando los viera por primera vez, y se preguntó
de qué sueños cósmicos les habría sacado
su llegada. Lentamente, fue abriéndose
camino en su espíritu el auténtico sentido de
esos cánticos extraños: había sido un ritual
de iniciación, y El Más Antiguo había cantado
para inducir en sus Compañeros una nueva
categoría de sueño cuyos ensueños permitieran
abrir la Ultima Puerta para pasar la cual
la llave de plata servía de pasaporte. Y comprendió
que en lo más hondo de ese sueño
profundo, los Primigenios contemplaban las
insondables inmensidades de las infinitas dimensiones
exteriores, y que así cumplían lo
que su presencia les había exigido. El Guía no
compartía este sueño, sino que parecía seguir
dándoles instrucciones mediante una irradiación
sutil y sin palabras. Sin duda les imponía
las imágenes de aquello que quería que soñaran
sus Compañeros; y Carter comprendió
que cuando cada Primigenio soñase el sueño
ordenado, nacería el germen de una manifestación
visible para sus ojos terrestres. Cuando
los sueños de todas las Siluetas se fundieran
en una unidad, surgiría esta manifestación, y
todo lo que él desease se materializaría mediante
concentración. El había visto cosas
parecidas en la Tierra: en la India, donde la
voluntad de un círculo de adeptos, combinada
y proyectada, puede hacer que un pensamiento
tome sustancia tangible; y en la arcaica
Atlaanât, de la que muy pocos se atreven
a hablar.
»Carter no sabía a ciencia cierta en qué
consistía la Ultima Puerta, ni cómo debía
atravesarla; pero se sintió invadido por un
sentimiento de tensa expectación. Tenía conciencia
de poseer alguna clase de corporeidad
y de llevar la llave fatal en la mano. Las masas
descollantes de roca que se alzaban frente
a él parecían como una muralla informe,
hacia el centro de la cual se sentían sus ojos
irresistiblemente atraídos. Y entonces, de
súbito, sintió que la irradiación mental del
Más Antiguo había dejado de fluir.
»Por primera vez se dio cuenta de lo absurdo
y terrible que puede ser el silencio
mental y físico. Durante las primeras fases de
su aventura percibía aún cierto ritmo, que
acaso no fuera sino el latido lejano y secreto
de la extensión tridimensional de la Tierra.
Pero, ahora, la quietud del abismo parecía
haberlo inmovilizado todo. A pesar de su conciencia
de poseer un cuerpo físico, no consiguió
oír su propia respiración. El resplandor
de la esfera de ‘Umr at-Tawil’ se había quedado
inmóvil y petrificado. Un halo imponente,
más resplandeciente aún que los nimbos
que rodearon las cabezas de las Siluetas, brillaba
aterradoramente en torno al cráneo
amortajado del espantoso Guía.
»Un vértigo infinito invadió a Carter, cuyo
sentimiento de orientación había desaparecido
por completo. Las luces extrañas parecían
poseer la calidad de la más impenetrable negrura
acumulada sobre las mismas tinieblas.
En torno a los Primigenios, tan solitarios sobre
sus tronos hexagonales, reinaba una atmósfera
de la más pasmosa lejanía. Luego se
sintió arrebatado hacia unas profundidades
inconmensurables, notando sobre su rostro
los efluvios de un cálido perfume. Era como si
flotara en un mar tórrido y rojizo, un mar de
vino embriagador cuyas olas espumosas rompieran
contra unas costas de bronce incandescente.
Un gran temor le invadió al vislumbrar
aquella vasta extensión marina cuyo
oleaje rompía en costas lejanas. Pero el tiempo
del silencio había terminado: las olas le
hablaban con un lenguaje sin sonidos ni palabras
articuladas:
»‘El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad está
más allá del bien y del mal -entonaba una voz
que no era voz-. El Hombre-Que-Conoce-La-
Verdad ha comprendido la identidad de lo Uno
y el Todo. El-Hombre-Que-Conoce-La-Verdad
ha comprendido que la Ilusión es la Realidad
Unica y que la Sustancia es la Gran Impostora.’
»Y entonces, en aquellas elevadas construcciones
rocosas hacia las cuales se sentían
sus ojos atraídos tan irresistiblemente, apareció
el perfil titánico de un arco semejante al
que recordaba haber visto hacía muchísimo
tiempo en aquella cueva oculta en el interior
de otra cueva, en la lejana e irreal superficie
de la Tierra tridimensional.
»Se dio cuenta de que había utilizado la
llave de plata, de que la había movido instintivamente,
sin previo aprendizaje, de acuerdo
con un ritual muy semejante al que le sirvió
para abrir la Primera Puerta. Ahora comprendió
que aquel mar rosado y embriagador que
lamía sus mejillas no era sino la masa impenetrable
de la sólida muralla, que se disolvía
ante su conjuro y ante el vórtice en que se
habían concentrado los pensamientos de los
Primigenios. Guiado aún por una instintiva y
ciega determinación siguió avanzando en el
vacío..., y atravesó la Ultima Puerta.
IV
»La progresión de Randolph Carter a través
de aquel ciclópeo espesor de muralla era
como un vertiginoso precipitarse a través de
los insondables abismos interestelares. Sentía,
a una gran distancia, el oleaje triunfante
y celeste de dulzura mortal; después, un batir
de alas enormes y como el gorjeo o murmullo
de unos seres ignorados en la Tierra y en el
sistema solar. Miró hacia atrás, y vio, no una
entrada sólo, sino una multitud de puertas,
en algunas de las cuales clamaban ciertas
Formas que él procuró no recordar.
»Y, de repente, experimentó un terror más
grande aún que el que le produjeron aquellas
Formas, un terror del que no podía sustraerse
porque radicaba en él mismo. Al traspasar la
Primera Puerta, había perdido algo de su propia
consistencia, sumiéndose en dudas sobre
la forma de su cuerpo y su afinidad con los
objetos brumosos y difusos que le rodeaban;
sin embargo, no se había alterado su sentido
de la propia unidad. Había seguido siendo
Randolph Carter, un punto fijo en el caos polidimensional.
Ahora, una vez cruzada la Ultima
Puerta, se dio cuenta, en un instante de
miedo aniquilador, de que no era una persona,
sino muchas personas a la vez.
»Se encontraba en muchos lugares al
mismo tiempo. En la Tierra, a siete de octubre
de mil ochocientos ochenta y tres, un
niño llamado Randolph abandonaba la Caverna
de las Serpientes, salía a la luz apacible de
la tarde, bajaba corriendo la ladera rocosa,
cruzaba el huerto de manzanos retorcidos y
entraba en casa de tío Christopher, situada
en las colinas de Arkham; y no obstante, en
ese mismo momento, que sin saber cómo
también pertenecía a primeros de mil novecientos
veintiocho, una sombra vaga que
también era Randolph Carter se hallaba sentada
sobre un pedestal entre los Primigenios,
en la prolongación tridimensional de la Tierra.
Al mismo tiempo, había un tercer Randolph
Carter, en el amorfo e ignorado abismo del
cosmos que se extiende más allá de la Ultima
Puerta. Y en otras zonas, en un caos de escenas
cuya infinita multiplicidad y monstruosa
diversidad le arrastraban al borde de la locura,
había una ilimitada confusión de seres que
eran tan él mismo como la manifestación espacial
que ahora se hallaba al otro lado de la
Ultima Puerta.
»Había docenas de Carter en cada época
conocida o supuesta de la historia de la Tierra,
y en aquellas edades del planeta, aún
más remotas, que escapan a todo conocimiento
y conjetura. Los había bajo forma
humana y no humana, vertebrada e invertebrada,
dotada de conciencia y desprovista de
ella, animal y vegetal. Y más aún los había
que no tenían nada en común con la vida terrestre,
que se agitaban de manera repugnante
en otros planetas, sistemas, galaxias y
continuos cósmicos. Veía esporas de vida
eterna que vagaban de mundo en mundo, de
universo en universo, y todas eran igualmen-
te él mismo. Alguna de estas visiones le recordaba
ciertos sueños -confusos y vívidos a
la vez, fugaces y duraderos- que había tenido
durante muchos años desde que comenzó a
soñar; y algunas de ellas le resultaban pasmosas,
fascinantes, casi horriblemente familiares,
lo cual era inexplicable según la lógica
terrestre.
»Ante esta experiencia, Randolph Carter se
sintió poseído por un supremo horror; horror
que ni siquiera pudo sospechar aquella noche
espantosa en que dos hombres se aventuraron,
bajo la luna menguante, en cierta necrópolis
horrenda y antigua, de la que sólo uno
de ellos pudo regresar. Ni la muerte, ni la
fatalidad, ni la ansiedad pueden producir la
insoportable desesperación que resulta de
perder la propia identidad. Sumergirse en la
nada supone caer en un olvido apacible; pero
tener conciencia de existir y saber, no obstante,
que ya no se es un ser definido, distinto
de los demás seres, que ya no se posee la
propia mismidad, es la indecible culminación
del horror y de la angustia.
»Sabía que en Boston había existido un
Randolph Carter, pero no estaba seguro de si
él -el fragmento componente de la entidad
que ahora se hallaba al otro lado de la Ultima
Puerta- había sido ése o algún otro. Su yo
había sido aniquilado; y no obstante, él -si es
que efectivamente podía, ante aquella absoluta
falta de existencia individual, decir él con
entera propiedad- tenía conciencia de ser
igualmente una legión de yos. Era como si su
cuerpo se hubiese transformado repentinamente
en una de esas efigies de brazos y
cabezas múltiples que se adoran en los templos
de la India, y contemplase el conglomerado
resultante de un atolondrado intento de
distinguir su cuerpo original de dichas reproducciones,
si es que realmente (¡qué idea
majestuosa!) había un original distinto de las
infinitas encarnaciones.
»En medio de estas espantosas reflexiones,
el fragmento de Randolph Carter que
había atravesado la Ultima Puerta fue arrebatado
de lo que parecía el colmo del horror
para ir a parar a los negros abismos de otro
horror aún más profundo, que esta vez procedía
del exterior. Era una fuerza personal
que súbitamente apareció frente a él, envolviéndole,
penetrándole, invadiéndole. Además
de poseer presencia concreta, parecía también
formar parte de él mismo y coexistir
asimismo con todo tiempo y todo espacio. No
hubo imagen visual alguna, pero la sensación
de entidad y la horrible idea de una combinación
de los conceptos de localización, identidad
e infinidad, le causaron un terror paralizante
que superaba cualquier experiencia que
las personalidades de Carter fueran capaces
de soportar en sus existencias.
»Frente a este espantoso prodigio, el
fragmento Carter olvidó la pérdida de su
identidad. Ante él -y dentro de él- resplandecía
una entidad que era Todo-en-Uno y Unoen-
Todo, a la vez ilimitada e infinitamente
idéntica a sí misma. No pertenecía a un solo
continuo espacio temporal, sino que formaba
parte de la misma esencia animada del torbellino
caótico de la vida y del ser; del último,
del absoluto torbellino de confines y que re-
basa tanto el campo de la fantasía como el de
la matemática. Era, seguramente, Aquel a
quien en algunos cultos secretos de la Tierra
daban el nombre de Yog-Sothoth, y entre
otros adoraban con nombres distintos; Aquel
a quien los crustáceos de Yuggoth llaman Eldel-
Más-Allá, prosternándose ante él, y los
seres vaporosos de la nebulosa espiral representan
con un signo intraducible. Pero, en un
instante de clarividencia, el fragmento Carter
comprendió cuán triviales y fraccionarias son
todas estas concepciones.
»Y entonces, el Ser se dirigió al fragmento
Carter mediante unos efluvios prodigiosos
que herían, quemaban y ensordecían mediante
una concentración de energía que consumía
al que la recibía, con su insospechable
violencia, y que poseía un ritmo extraterrestre
semejante al extraño balanceo de los Primigenios
y al parpadeo de las monstruosas
luces de aquella turbadora región situada
detrás de la Primera Puerta. Era como si los
soles y los mundos y los universos se hubieran
concentrado en un punto cuya verdadera
posición espacial se hubieran propuesto aniquilar
con un impacto de irresistible furia.
Pero, en medio de un terror inmenso, se atenúan
otros terrores menores: pareció como si
aquellas oleadas aislasen de alguna manera
al Carter que estaba Más-Allá-de-la-Puerta-
Ultima de toda la infinita multiplicidad de los
demás Carter, lo cual le restituyó, por así
decir, cierto sentimiento de identidad. Pronto
fue capaz de empezar a traducir aquellos
efluvios en formas lingüísticas por él conocidas,
y disminuyeron sus sensaciones de
horror y opresión. El espanto se convirtió en
sagrado pavor, y lo que le había parecido
diabólico y blasfemo, adquirió ahora la apariencia
de una rnajestad inefable.
»Randolph Carter -parecía decir-, mis manifestaciones
en la extensión de tu planeta,
que son los Primigenios, te han enviado a mí
porque, aun cuando podías haber regresado a
las regiones menores del sueño que perdiste
con tu infancia, sin embargo, has alzado el
vuelo hacia más grandes y más nobles anhelos
e intereses. Deseabas navegar por el
Oukranos, buscar las olvidadas ciudades de
marfil de Kled, el país de las orquídeas, y
ocupar el trono de ópalo de Ilek-Vad, cuyas
torres fabulosas e innumerables cúpulas se
elevan poderosas hacia una única estrella
roja que brilla en un firmamento extraño a tu
Tierra y a toda la materia. Ahora, después de
haber atravesado las dos Puertas, deseas
cosas más elevadas aún. No huyes como un
niño de una visión desagradable a un sueño
placentero, sino que te sumerges como un
hombre en el último y más recóndito de los
secretos que yace detrás de todas las visiones
y de todos los sueños.
»Lo que deseas es de mi complacencia; y
yo estoy dispuesto a concederte lo que sólo
he otorgado once veces a seres de tu planeta;
y de ellas, cinco a los que tú llamas hombres,
o a seres parecidos al hombre. Estoy dispuesto
, a mostrarte el Ultimo Misterio, cuya contemplación
aniquila a los débiles de espíritu.
Pero antes de contemplar el primero y último
de los misterios, todavía eres libre de regre-
sar, si quieres, por las dos Puertas, porque el
Velo aún no te ha sido retirado de los ojos».
V
«La brusca interrupción de aquellas ondas
sumió a Carter en el silencio frío y espantoso
de una absoluta desolación. Por todos lados
sentía el agobio de la ilimitada inmensidad
del vacío. Sin embargo, sabía que el Ser estaba
aún allí. Después, formuló mentalmente
las palabras cuyo significado deseaba transmitir
al vacío:
»‘Acepto. No retrocederé.’
»Las ondas brotaron nuevamente, y Carter
entendió que el Ser le había oído. Y entonces
emanó de aquel Espíritu ilimitado una corriente
de sabiduría y comprensión que abrió
ante él horizontes nuevos y le preparó para
contemplar una visión del cosmos que jamás
habría esperado llegar a tener. Le explicó
cuán infantil y estrecha es la noción de un
mundo tridimensional, y qué infinidad de di-
recciones existen además de las conocidas de
abajo-arriba, delante-detrás y derechaizquierda.
Le mostró la pequeñez huera y
presuntuosa de los dioses de la Tierra, con
sus mezquinos intereses humanos y sus
odios, cóleras, amores y vanidades ruines,
sus apetencias de honores y sacrificios, y sus
exigencias de que se les
tribute una fe contraria a toda razón y naturaleza.
»La mayor parte de estas revelaciones se
traducían por sí mismas en palabras ante
Carter, pero en cambio le llegaban otras a
través de otros sentidos. Quizá con la vista, o
tal vez con la imaginación, se daba cuenta de
que se hallaba en una región cuyas dimensiones
eran ajenas a las que el ojo y el entendimiento
humano pueden concebir. En las sombras
de lo que al principio había sido como
una concentración de poder, y luego como un
vacío ilimitado, percibía ahora un torbellino
de fuerzas creadoras que aturdían sus sentidos.
Desde algún punto de vista inconcebiblemente
elevado, dominó un panorama de
formas prodigiosas cuyas múltiples dimensiones
rebasaban cualquier idea de ser, tamaño
y contorno que su entendimiento hubiera podido
concebir hasta entonces, a pesar de
haber consagrado su vida al estudio de lo
misterioso y lo oculto. Empezaba a comprender
vagamente por qué podía existir a un
tiempo un niño llamado Randolph Carter en
una casa de campo de Arkham en el año mil
ochocientos ochenta y tres, una forma brumosa
sobre un pedestal hexagonal al otro
lado de la Primera Puerta, el fragmento que
ahora se hallaba ante la Presencia del abismo
ilimitado, y todos los demás Carter que percibía
su imaginación o sus sentidos.
»Luego, las ondas más intensas trataron
de aumentar su capacidad de comprensión,
ajustándole a la multiforme entidad de la que
el fragmento que actualmente era su yo constituía
una parte infinitesimal. Le hicieron saber
que cada figura espacial no es más que el
resultado de la intersección, en un plano, de
una figura correspondiente que posee además
otra dimensión, como el cuadrado resulta de
la sección de un cubo, o el círculo de la de
una esfera. El cubo y la esfera, con sus tres
dimensiones, corresponden a su vez a la sección
de otras figuras de cuatro dimensiones,
que los hombres conocen sólo por sueños y
conjeturas; y éstas a su vez, son sección de
otras figuras de cinco dimensiones, y así sucesivamente,
hasta remontarse a la inalcanzable
infinitud arquetípica. El mundo de los
hombres y de los dioses humanos es tan sólo
una fase infinitesimal de un ser infinitésimo:
la fase tridimensional de la pequeña totalidad
que termina en la Primera Puerta, donde ‘Umr
at-Tawil dicta sus sueños a los Primigenios’.
Aunque los hombres la proclamen como única
y auténtica realidad, y tachen de irreal todo
pensamiento sobre la existencia de un universo
original de dimensiones múltiples, la
verdad consiste en todo lo contrario. Lo que
llamamos sustancia y realidad es sombra e
ilusión, y lo que llamamos sombra e ilusión es
sustancia y realidad.
»El tiempo -siguieron informándole aquellas
ondas- es inmóvil y no tiene principio ni
fin. Es erróneo considerarlo como movimiento
y causa de todo cambio. En realidad, el tiempo
en sí mismo es una ilusión, porque, a excepción
de la visión estrecha de los seres de
dimensiones limitadas, no existen cosas tales
como pasado, presente y futuro. Los hombres
comprenden el tiempo en tanto que significa
cambio; ahora bien, el cambio también es
una ilusión. Todo lo que fue, es y será, existe
simultáneamente.
»Estas revelaciones llegaban a Carter con
tan sobrenatural solemnidad que le impedían
toda duda. Aun cuando casi escapasen a su
comprensión, sentía que eran ciertas a la luz
de aquella realidad cósmica final que desmiente
toda perspectiva parcial y toda visión
estrecha; por su parte, había ahondado en las
más profundas cuestiones filosóficas como
para liberarse de la servidumbre que impone
toda concepción fragmentaria y parcelada.
¿Acaso no se había basado todo este viaje al
trasmundo en una convicción de la irrealidad
de lo fragmentario y parcial ?
»Tras un silencio impresionante, las ondas
continuaron diciéndole que lo que los habitantes
de las regiones de menos dimensiones
llaman cambio, no es más que una simple
función de sus conciencias, las cuales contemplan
el mundo desde diversos ángulos
cósmicos. Las Figuras que se obtienen al seccionar
un cono parecen variar según el ángulo
del plano que lo secciona, engendrando el
círculo, la elipse, la parábola o la hipérbola,
sin que el cono experimente cambio alguno; y
del mismo modo, los aspectos locales de una
realidad inmutable e infinita parecen cambiar
con el ángulo cósmico de observación. Los
débiles seres de los mundos inferiores son
esclavos de esta diversidad de ángulos de
conciencia, ya que, aparte alguna rara excepción,
no llegan a dominarlos. Sólo unos pocos
seres versados en materias prohibidas han
logrado una ínfima parte de ese dominio,
conquistando de este modo el tiempo y el
cambio. Pero las entidades que habitan más
allá de las Puertas dominan todos los ángulos.
Y pueden contemplar a voluntad, ya las
miríadas de facetas distintas del cosmos en
su forma fragmentaria y sometida al cambio,
ya la inmutable totalidad no deformada por
perspectiva alguna.
»Las ondas callaron otra vez, y Carter empezó
a comprender vagamente, preso de terror,
el último sentido de aquella pérdida de
la individualidad que al principio le había
horrorizado. Su intuición fue articulando los
datos de las distintas revelaciones, acercándose
más y más a la comprensión del misterio.
Comprendió que gran parte de esta espantosa
revelación -la división de su yo en
millares de duplicados terrestres- habría podido
llegar a revelársele al atravesar la Primera
Puerta, si la magia de ‘Umr at-Tawil’ no lo
hubiera impedido con el fin de que pudiera
utilizar con precisión la llave de plata para
abrir la Ultima Puerta. Deseoso de una mayor
claridad, emitió ondas telepáticas para preguntar
más detalles sobre la relación entre
sus múltiples manifestaciones: entre el fragmento
que había traspasado la Ultima Puerta,
el que aún se alzaba sobre el pedestal hexa-
gonal detrás de la Primera Puerta, el niño de
mil ochocientos ochenta y tres, el hombre de
mil novecientos veintiocho, las diversas formas
primitivas de vida que constituían sus
antepasados y que habían ido configurando
su ego, y los abominables habitantes de remotísimas
edades y universos perdidos que
en su primer destello de percepción absoluta
había identificado consigo mismo. Poco a poco,
las ondas del Ser surgieron como respuesta,
tratando de esclarecer lo que casi estaba
fuera de la comprensión humana.
»Todas las estirpes de los seres pertenecientes
a dimensiones limitadas prosiguieron
las ondas y todas las fases evolutivas de cada
uno de esos seres, son meras manifestaciones
de un ser arquetípico y eterno. Cada ser
aislado -hijo, padre, abuelo, y así sucesivamente-
y cada fase evolutiva de un mismo
ser -niño, muchacho, joven, hombre- es tan
sólo una de las infinitas facetas de ese mismo
ser arquetípico y eterno, originada por una
variación del ángulo de la conciencia-plano
que lo corta. Randolph Carter en todas sus
edades, Randolph Carter y todos sus antepasados,
humanos y prehumanos, terrestres y
preterrestres, no son sino meras facetas de
un ‘Carter’ último y eterno, exterior al espacio
y al tiempo, proyecciones fantasmales diferenciadas
únicamente por el ángulo con que
el plano de la conciencia había incidido en
cada caso sobre el arquetipo eterno.
»Una ligera modificación del ángulo podría
convertir al sabio de hoy en niño de ayer; a
Randolph Carter en Edmund Carter, el brujo
que huyó de Salem a las montañas de Arkham
en mil seiscientos noventa y dos, o en
Pickman Carter, que empleó extraños procedimientos
para rechazar a las hordas mongolas
de Australia; al Carter humano en una de
aquellas entidades primordiales que habitaron
en la arcaica Hyperborea y adoraron al negro
y pastoso Tsathoggua, después de huir de
Kythamil, el planeta doble que un día giró en
torno a Arcturus; al Carter terrestre en un
antepasado remotísimo y rudimentario, morador
del propio Kythamil, o incluso en las
criaturas aún más remotas de las transgalác-
ticas Stronti, o en una conciencia etérea y
tetradimensional de un continuo espaciotemporal
aún más antiguo, o en una mente
vegetal del futuro, habitante de un cometa
radiactivo de órbita inconcebible. Y así sucesivamente
en infinitos ciclos cósmicos.
»Los arquetipos -vibraron las ondas-, son
los pobladores del Ultimo Abismo; son informes,
inefables, y en los mundos inferiores
apenas los vislumbran, unos pocos soñadores.
Por encima de todos ellos está el mismo
ser que comunica estas revelaciones, el cual,
en verdad, es justamente el arquetipo del
propio Carter. El insaciable deseo de Carter y
de todos sus antepasados por descubrir los
secretos cósmicos era el resultado natural de
la procedencia del propio Arquetipo Supremo.
En cada mundo, todos los grandes hechiceros,
todos los grandes pensadores, todos los
grandes artistas, son facetas de El.
»Casi desfallecido de pavor, pero exultante
a la vez de una alegría terrible, la conciencia
de Randolph Carter rindió homenaje a aquella
Entidad trascendente de la cual derivaba. Y
como de nuevo cesaron las ondas, meditó en
el silencio imponente, pensando en extraños
tributos, en cuestiones aún más extrañas, y
en ruegos aún mayores. Pero a su cerebro
ofuscado fluían contradictoriamente imágenes
de paisajes insólitos y revelaciones imprevistas.
Se le ocurrió que, si aquellos descubrimientos
eran realmente ciertos, podría visitar
corporalmente todas aquellas edades infinitamente
lejanas y aquellas regiones del universo
que hasta entonces sólo conocía en
sueños. Le bastaría con poseer el poder mágico
de cambiar el ángulo del plano de su
conciencia. ¿Y no le proporcionaría esa magia
la llave de plata? ¿No había transformado al
principio a un hombre de mil novecientos
veintiocho en un niño de mil ochocientos
ochenta y tres, y después en algo absolutamente
exterior al tiempo y al espacio? Era
fantástico, pero a pesar de su aparente falta
de corporeidad, sabía que tenía aún la llave
consigo.
»Mientras duraba el silencio, Randolph
Carter emitió los pensamientos y dudas que
le asaltaban. Sabía que, en este abismo final,
se hallaba situado en un punto equidistante
de cada una de las facetas de su arquetipo,
humanas o no humanas, terrestres o extraterrestres,
galácticas o transgalácticas; y sentía
una curiosidad febril por conocer las otras
facetas de su ser, especialmente las más alejadas
en tiempo y lugar del año terrestre de
mil novecientos veintiocho, o las que más le
habían obsesionado en sueños durante su
vida. Se daba cuenta de que su Entidad arquetípica
podía enviarle corporalmente, si
quería, a cualquiera de esas fases de vida
pasadas y lejanas con sólo modificar el plano
de incidencia de su psique. Y así, pese a las
maravillas que había presenciado, ardía en
deseos de experimentar ese otro prodigio de
caminar, en carne y hueso, por los escenarios
increíbles y grotescos que sus visiones nocturnas
le habían mostrado de manera fragmentaria.
»Sin pretenderlo deliberadamente, estaba
rogando a la Presencia que le trasladara a un
mundo fantástico y crepuscular cuyos cinco
soles multicolores, ignoradas constelaciones,
barrancos sombríos y vertiginosos habitados
por seres con garras y hocico de tapir, extrañas
torres metálicas, inexplicables túneles y
misteriosos cilindros flotantes, se había deslizado
una y otra vez en sus sueños. Presentía
vagamente que aquel mundo era el que sin
duda estaría más en contacto con los demás
universos, y anhelaba explorar a fondo los
paisajes que tan sólo había vislumbrado, y
navegar por los espacios hacia aquellos mundos
aún más remotos con los que traficaban
los habitantes de zarpas y hocico de tapir. No
había tiempo para el temor. Como en todas
las crisis de su insólita vida, una aguda curiosidad
cósmica se imponía por encima de toda
otra consideración.
»Cuando las ondas reanudaron sus espantosas
vibraciones, Carter entendió que su
terrible petición había sido escuchada. El Ser
le habló de los tenebrosos abismos que tendría
que atravesar, de la desconocida estrella
quíntuple de cierta galaxia insospechada en
torno a la cual gira ese mundo extraño, y de
los horribles moradores de madrigueras contra
los que perpetuamente lucha la raza de
garras y hocico. Le habló también de cómo el
ángulo del plano de su conciencia y la relación
existente entre este ángulo y las coordenadas
espacio-temporales del mundo deseado
debían inclinarse simultáneamente con el fin
de hacer retornar a ese mundo aquella faceta
de Carter que ya había habitado allí.
»La Presencia le aconsejó que conservara
los símbolos, por si alguna vez deseaba regresar
de aquel mundo remoto y ajeno que
había escogido, y él replicó con una afirmación
impaciente, pues sentía que la llave de
plata seguía en su poder, y sabía que en ella
estaban grabados dichos símbolos, ya que
con ella había logrado inclinar a la vez su
plano personal y el universal cuando regresó
a mil ochocientos ochenta y tres. Y entonces
el Ser, comprendiendo su impaciencia, le hizo
saber que estaba dispuesto a llevar a cabo la
monstruosa transposición. Las ondas cesaron
bruscamente y sobrevino un instante de ten-
sa quietud, de espantosa e inenarrable expectación.
»Luego, sin previo aviso, percibió un zumbido
y un batir de tambores que fueron en
aumento hasta convertirse en un tronar aterrador.
Una vez más se sintió Carter en el
punto focal de una intensa concentración de
energía que le abrasaba, que le destrozaba,
que le desintegraba con aquel ritmo insoportable
del espacio exterior que ya iba conociendo.
Y sin embargo, no sabía exactamente
si tal energía era el fuego irresistible de una
estrella fulgurante o el frío petrificador del
abismo final. Ante él brotaron franjas y rayos
de color enteramente ajenos a cualquier espectro
luminoso de nuestro universo, trenzándose
y entrelazándose mientras cobraba
conciencia de ir desplazándose a una prodigiosa
velocidad. Y muy fugazmente, vislumbró
una figura solitaria sentada sobre un trono
de apariencia hexagonal.
VI
El hindú interrumpió su relato y observó
que De Marigny y Phillips le miraban absortos.
Aspinwall pretendía ignorarle y mantenía
los ojos ostensiblemente fijos en los papeles
que tenía ante sí. El ritmo extraño del reloj en
forma de ataúd tomó un sentido nuevo y
ominoso, en tanto que las vaharadas de los
trípodes excesivamente recargados se entrelazaban
componiendo siluetas fantásticas e
inexplicables, combinándose de manera inquietante
con las grotescas figuras de las
tapicerías movidas por el viento. El viejo negro
que los había llenado se había ido, tal vez
porque la tensión creciente que reinaba le
había asustado. El orador reanudó el monólogo
con su lenguaje trabajoso y fluido, después
de una ligera vacilación.
-«Todo esto les habrá parecido difícil de
creer -dijo-, pero aún más increíble les van a
parecer las cosas materiales y tangibles que
vienen a continuación. Esa es nuestra forma
de proceder. Lo maravilloso resulta doblemente
increíble al trasladarlo de las regiones
vagas de los sueños posibles a este mundo
tridimensional. No me extenderé mucho en
ello porque resultaría una historia muy distinta.
Sólo les contaré lo que estrictamente deben
saber.
»Carter, después de aquel torbellino de extraña
y policroma cadencia, creyó hallarse por
un momento en uno de sus sueños más antiguos
y reiterativos. Como tantas veces en sus
vagabundeos oníricos, se encontraba ahora
entre multitudes de seres con zarpas y hocico,
y caminaba por las calles de un laberinto
metálico inexplicablemente construido, bajo
los fulgores de una luz solar de variados colores;
y al mirar hacia abajo, vio que su cuerpo
era como el de los demás: rugoso, parcialmente
cubierto de escamas y articulado de
manera singular, muy semejante al de un
insecto, aunque recordaba rudimentariamente
la forma humana. Aún llevaba consigo la
llave de plata, pero ahora la sujetaba con una
zarpa repugnante.
»Un momento después desapareció la sensación
de estar soñando, y se encontró más
como si acabara de despertar. El abismo último,
el Ser, la entidad llamada Randolph
Carter y perteneciente a una absurda y remota
raza aún no nacida en quién sabe qué
mundo futuro, formaban parte de los sueños
que insistentemente visitaban al hechicero
Zkauba, habitante del planeta Yaddith. Eran
sueños tan persistentes que obstaculizaban el
cumplimiento de sus deberes, consistentes en
preparar hechizos para mantener a los dholes
en sus madrigueras, y llegaban a confundirse
con sus recuerdos de miríadas de mundos
que había visitado con su envoltura de luz. Y
ahora parecían más reales que nunca. Esta
llave de plata que tenía en su zarpa derecha,
imagen exacta de una que había soñado, no
indicaba nada bueno. Debía descansar y reflexionar,
y consultar las tablillas de Nhing
para ver qué debía hacer. Subió a un muro de
metal por un callejón apartado de los lugares
de gran afluencia, entró en su aposento y se
acercó a los estantes donde se apilaban las
tablillas grabadas.
»Siete fracciones de día más tarde, Zkauba
se acuclilló en su prisma, sobrecogido y desesperado,
porque la verdad que. acababa de
descubrir le había abierto un nuevo caudal de
vivencias. Nunca más volvería a conocer la
paz de ser una unidad. Efectivamente, en
todo tiempo y espacio se vería desdoblado:
Zkauba, el hechicero de Yaddith, disgustado
por la idea de que en el futuro sería un repugnante
mamífero de la Tierra llamado Carter,
cosa que por otra parte ya había sido; y
Randolph Carter, de la ciudad terrestre de
Boston, que temblaba de terror ante aquella
criatura de zarpas y hocico que había sido él
en el pasado y en la que se había convertido
nuevamente.
»Durante las unidades de tiempo que
transcurrieron en Yaddith -graznó el swami,
cuya voz trabajosa empezaba a dar muestras
de cansancio- sucedieron cosas que constituyen
en sí otra historia y no pueden relatarse
en cuatro palabras. Hubo expediciones a
Stronti, y a Mthura, y a Kath, y a otros mundos
de las veintiocho galaxias accesibles a las
envolturas luminosas de las criaturas de Yaddith,
y viajes de ida y vuelta a través de millones
y millones de años, realizados con
ayuda de la llave de plata y de otros muchos
símbolos que los hechiceros de Yaddith conocían.
Hubo luchas tremendas con los pálidos y
viscosos dholes que moran en las madrigueras
de aquel minado planeta. Hubo pavorosas
sesiones de estudio en bibliotecas donde se
acumulaba una ingente masa de sabiduría
recogida de diez mil mundos vivos o muertos.
Hubo violentas discusiones con otros espíritus
de Yaddith, incluso con el del Archiantiguo
Buo. Zkauba no confesó a nadie lo que le
había sucedido a su personalidad, pero cuando
en él predominaba el fragmento Randolph
Carter, se dedicaba frenéticamente a estudiar
todos los medios posibles para regresar a la
Tierra, y a la humana forma, y practicaba
desesperadamente el lenguaje humano con
sus extraños órganos vocales tan poco aptos
para ello.
»El fragmento Carter no tardó en comprobar
con horror que la llave de plata no servía
para regresar a la forma humana. Según dedujo
demasiado tarde de cosas que recordaba,
de sus propios sueños y de la sabiduría de
Yaddith, esta llave había sido forjada en Hyperborea,
en la Tierra, y sólo tenía poder sobre
los ángulos de conciencia de los seres
humanos. No obstante, podía cambiar el ángulo
planetario y enviar a su poseedor a través
del tiempo sin que su cuerpo sufriera mutación
alguna. Había un hechizo adicional que
confería a la llave ilimitados poderes, de los
que de otro modo carecía; pero este hechizo
también había sido descubierto por el hombre
en sus inalcanzables regiones del espacio, y
jamás podría ser reproducido por los hechiceros
de Yaddith. Se hallaba escrito en el pergamino
indescifrable que acompañaba a la
llave de plata en su cofrecillo de horribles
adornos, y Carter se lamentaba amargamente
de habérselo olvidado. El Ser ahora inaccesible
del abismo ya le había advertido que debía
conservar los símbolos, y sin duda había
creído que no le faltaba ninguno.
»A medida que el tiempo pasaba, se esforzaba
en ahondar más y más en la monstruosa
ciencia de Yaddith, con objeto de hallar un
medio para regresar al abismo de la Entidad
omnipotente. Con sus nuevos conocimientos,
podría haber sacado mucho provecho del
enigmático pergamino; pero ese otro poder,
en las circunstancias presentes, era pura ironía.
Había ocasiones, sin embargo, en que
predominaba la faceta Zkauba, y entonces se
esforzaba por borrar los turbadores recuerdos
de Carter que tanto le angustiaban.
»Así transcurrieron períodos de tiempo
más largos de lo que el cerebro humano puede
concebir, ya que los seres de Yaddith mueren
tras prolongados ciclos biológicos. Después
de muchos centenares de revoluciones,
el fragmento Carter se fue imponiendo sobre
el fragmento Zkauba, y se pasó grandes períodos
calculando la distancia espacial y temporal
que habría entre Yaddith y la Tierra
habitada por los hombres. Las cifras eran
inconcebibles -incalculables millones de años
luz- pero la sabiduría inmemorial de Yaddith
permitió a Carter comprender todas estas
cosas. Ejercitó su poder de orientarse en sueños
hacia la Tierra, y aprendió muchas cosas
acerca de nuestro planeta que jamás había
sabido antes. Pero no podía soñar con la fórmula
del pergamino que necesitaba.
»Finalmente concibió un plan insensato
para huir de Yaddith y empezó a prepararlo
tan pronto como descubrió una droga para
mantener perpetuamente aletargado al fragmento
Zkauba, sin por ello anestesiar los recuerdos
y conocimientos de éste. Pensó que
sus cálculos le permitirían realizar un viaje en
una de las envolturas luminosas, como ningún
ser de Yaddith lo había realizado jamás:
un viaje corporal, a través de innumerables
millones de años de increíbles extensiones
galácticas, hasta el sistema solar y la Tierra
misma. Una vez en la Tierra, aunque encarnado
en un ser de zarpas y hocico, podría
encontrar de algún modo el pergamino de
extraños jeroglíficos que había dejado en su
coche abandonado en Arkham, y descifrarlo;
y con su ayuda, y la de la llave, recuperar su
aspecto terrestre normal.
»No ignoraba los peligros de la empresa.
Sabía que cuando inclinara el ángulo planetario
hacia el período requerido (cosa imposible
de hacer durante su veloz trayectoria por el
espacio), Yaddith sería un mundo muerto,
dominado por los triunfantes dholes, y que su
huida en la envoltura luminosa estaría expuesta
a graves eventualidades. Sabía asimismo
que habría de suspender su vida, a la
manera de un iniciado, para soportar un viaje
de millones de años a través de abismos insondables.
Y sabía también que -en caso de
rematar con éxito el viaje- debería inmunizarse
contra las bacterias y demás condiciones
terrestres hostiles a un cuerpo de Yaddith.
Además, debería adoptar algún medio
de fingir la forma humana de los habitantes
de la Tierra, hasta que lograra encontrar y
descifrar el pergamino, y recuperar de verdad
esa forma. En caso contrario, sería descubierto
probablemente por las gentes que le matarían,
horrorizadas ante una criatura que les
resultaba inconcebible. Y debería llevar consigo
algo de oro -fácil de obtener en Yaddithpara
desenvolverse durante su búsqueda.
»Los planes de Carter se fueron realizando
lentamente. Se proveyó de una envoltura
luminosa de dureza excepcional, capaz de
soportar tanto una prodigiosa transición temporal
como un vuelo sin igual a través del
espacio. Comprobó todos los cálculos y orientó
una y otra vez sus sueños hacia la Tierra,
tratando de aproximarse lo más posible a mil
novecientos veintiocho. Practicó la suspensión
de las funciones vitales. Descubrió los agentes
bactericidas que necesitaba y logró calcular
la fuerza de gravedad a la cual debía acostumbrarse.
Modeló con gran habilidad una
máscara de cera y confeccionó un atuendo
que le permitiera desenvolverse entre los
hombres como un ser humano normal y corriente,
e inventó un hechizo doblemente poderoso
con el que podría contener a los dholes
en el momento de su partida del negro y
consumido planeta Yaddith de inconcebible
futuro. Tuvo también la precaución de hacer-
se con una buena provisión de drogas -
imposibles de obtener en la Tierra- para mantener
aletargado al fragmento Zkauba, hasta
poder despojarse del cuerpo de Yaddith; y
tampoco dejó de hacer acopio de una pequeña
reserva de oro para utilizarlo en la Tierra.
»El día de la partida estaba hecho un mar
de dudas y recelos. Subió a la plataforma de
lanzamiento con el pretexto de trasladarse a
la triple estrella Nython, y se metió en la envoltura
de brillante metal. Tenía el sitio justo
para llevar a cabo el ritual de la llave de plata
y comenzó a ejecutarlo mientras se elevaba
lentamente la envoltura. Se originó un torbellino
aterrador, se oscureció la luz del día y
sintió un dolor punzante e intolerable. El
cosmos pareció tambalearse como gobernado
por un dios loco, y en la negrura del firmamento
danzaron constelaciones nuevas.
»Inmediatamente, Carter sintió un nuevo
equilibrio. El frío de los abismos interestelares
corroía el exterior de su envoltura, y pudo
observar desde su interior que flotaba libremente
en el espacio. El edificio de metal del
que acababa de despegar se había hundido
en ruinas años antes. Por debajo de él, el
suelo estaba plagado de gigantescos dholes;
y mientras los miraba, uno de ellos se incorporó
varios centenares de pies y tendió hacia
él una extremidad blancuzca y viscosa. Pero
sus hechizos surtieron efecto y un momento
después se alejaba de Yaddith sin haber sido
alcanzado.
VII
»En aquella rara habitación de Nueva Orleans,
de la que había huido instintivamente
el viejo criado negro, la voz del swami Chandraputra
se hizo aún más ronca:
-»Señores -continuó-, no voy a pedirles
que crean estas cosas hasta que no les haya
mostrado una prueba irrefutable. Mientras
tanto, cuando les hable de los millares de
años de luz, de los millares de años de tiempo,
y de los billones de kilómetros que Randolph
Carter empleó en cruzar los espacios en
su cuerpo abominable e inhumano, protegido
por una envoltura de metal electroactivo,
pueden considerarlo como pura fantasía. Carter
había regulado cuidadosamente la duración
de su suspensión vital, disponiendo que
ésta concluyera pocos años antes de aterrizar
en la Tierra en mil novecientos veintiocho.
»Nunca olvidará ese despertar. Recuerden,
señores, que antes de provocarse aquel letargo
de millones de siglos, había vívido conscientemente
durante miles de años terrestres
en medio de los prodigios extraños y horribles
de Yaddith. Sintió la intensa mordedura del
frío, cesaron los sueños amenazadores, y se
asomó por los portillos de la envoltura. Las
estrellas, las constelaciones, las nebulosas, se
desparramaban por todo el firmamento... Y,
finalmente, sus contornos adoptaron la majestad
de las constelaciones de la Tierra que
él conocía.
»Algún día podrá contarse su descenso al
sistema solar. Vio Kynarth y Yuggoth en el
borde, paso muy cerca de Neptuno y vislumbró
los infernales hongos blancuzcos que en-
sucian la superficie, descubrió cierto secreto
inenarrable a su paso por las nieblas de Júpiter,
vio el horror que mora en uno de sus satélites,
y contempló las ruinas ciclópeas esparcidas
sobre el disco rojizo de Marte. Al
aproximarse a la Tierra, la vio como un tenue
creciente que aumentaba de tamaño de manera
alarmante. Aflojó la velocidad, aunque la
emoción de regresar le impulsara a no perder
ni un instante. Pero no pretendo contarles
esas sensaciones tal como yo las he sabido
del propio Carter.
»Bien; finalmente, Carter se mantuvo inmóvil
en las capas superiores de la atmósfera
terrestre, en espera de que la luz del día iluminase
el hemisferio occidental. Quería tomar
tierra en el mismo lugar de donde había partido:
cerca de la Caverna de las Serpientes,
en los montes de Arkham. Si alguno de ustedes
ha estado fuera de su hogar durante mucho
tiempo -y sé que uno de ustedes sí lo ha
estado-, que calcule lo que le tuvo que emocionar
la visión de las ondulantes colinas de
Nueva Inglaterra, de los grandes olmos y los
huertos de árboles nudosos y viejos cercados
de piedra.
»Al despuntar el día, tomó tierra en el prado
extiende más abajo de la antigua propiedad
de los Carter, y se alegró de poderlo
hacer en el silencio y la soledad. Era otoño, lo
mismo que cuando partió, y el perfume de las
colinas fue como un bálsamo para su espíritu.
Se las arregló para subir la envoltura por la
ladera, hasta el bosque, y ocultarla en la Caverna
de las Serpientes; pero no consiguió
hacerla pasar por la grieta hasta la cueva
interior. Allí mismo cubrió su cuerpo extraño
con las ropas humanas y la máscara de cera.
La envoltura quedó en aquel lugar durante un
año, hasta que ciertas circunstancias le obligaron
a buscarle otro escondite.
»Se fue andando a Arkham, lo cual le sirvió
para acostumbrarse a manejar su cuerpo
en posturas humanas y en las condiciones
ambientales de la Tierra, y entró en un banco
para cambiar el oro por dinero. Hizo también
ciertas indagaciones haciéndose pasar por un
extranjero que ignoraba el inglés, y descubrió
que estaba en mil novecientos treinta, sólo
dos años después de la época a la que había
pretendido llegar.
»Naturalmente, su situación era horrible.
Le era imposible dar a conocer su identidad,
estaba forzado a vivir en guardia en todo
momento, tenía ciertas dificultades respecto a
la alimentación, y necesitaba disponer de su
droga extraña para mantener aletargado el
fragmento Zkauba. Por todo ello se daba
cuenta de que debía actuar con la mayor rapidez
posible. Marchó a Boston y tomó una
habitación en el ruinoso barrio de West End,
donde pudo vivir sin grandes gastos y en el
más oscuro anonimato, y comenzó inmediatamente
a hacer indagaciones sobre los bienes
y efectos de Randolph Carter. Fue entonces
cuando se enteró de lo ansioso que estaba
el señor Aspinwall, aquí presente, por
efectuar el reparto de la herencia, y supo con
cuánta valentía se empeñaban el señor De
Marigny y el señor Phillips en conservarla
intacta.
»El hindú hizo una reverencia, pero su rostro
barbudo, atezado e impasible no manifestó
expresión alguna.
-»Por medios indirectos -prosiguió-, Carter
consiguió al fin una copia del pergamino perdido,
y comenzó el penoso trabajo de descifrarlo.
Celebro poder decir que he tenido la
satisfacción de ayudarle en este trabajo; porque
efectivamente, recurrió muy pronto a mí,
y por mediación mía entró en contacto con
otros místicos repartidos por el mundo. Me fui
a vivir con él a Boston, en un pésimo tugurio
de Chambers Street. En cuanto al pergamino,
me complazco en poder sacar de dudas al
señor De Marigny. Permítame que le diga que
la lengua en que están escritos estos jeroglíficos
no es naacal, sino r’lyehiana, idioma que
fue traído a la Tierra, hace innumerables eras
geológicas, por los descendientes de Cthulhu.
Naturalmente, se trata de la traducción de un
original hyperbóreo, millones de años más
antiguo, escrito en la primordial lengua
Tsath-yo.
»Hizo falta más tiempo para traducirlo de
lo que Carter había calculado, pero en ningún
momento se dio por vencido. A principios de
este año hizo grandes progresos gracias a un
libro que le trajeron del Nepal, y no cabe duda
de que lo logrará antes que pase mucho
tiempo. Desgraciadamente, sin embargo, ha
surgido una dificultad. Se le ha terminado la
droga que mantiene aletargado al fragmento
Zkauba. Pero esta calamidad no es tan grande
como él temía. La personalidad de Carter
domina cada vez más en ese cuerpo, y cuando
Zkauba logra alcanzar cierta preponderancia,
cosa que sucede durante períodos cada
vez más breves y sólo cuando experimenta
alguna inusitada excitación, se suele quedar
demasiado confundido para contrarrestar el
trabajo de Carter. No puede encontrar la envoltura
de metal, que podría llevarle de regreso
a Yaddith; una vez estuvo a punto de
encontrarla, pero Carter, aprovechando que el
fragmento Zkauba había vuelto a sumirse en
su letargo, la escondió en otro lugar. El único
daño que ha hecho Zkauba ha sido asustar a
unas cuantas personas y dar origen a ciertos
rumores terroríficos que han circulado entre
los polacos y los lituanos del barrio de West
End, de Boston. Hasta el momento, no ha
llegado a estropear del todo el cuidadoso disfraz
preparado por el fragmento Carter, aunque
a veces lo arroja de tal manera, que ha
tenido que recomponerlo por algunos sitios.
Yo he visto lo que hay debajo de ese disfraz...
y no resulta agradable de ver.
»Hace un mes, Carter leyó el anuncio de
esta reunión, y comprendió que debía actuar
rápidamente para salvar sus bienes. No podía
esperar a terminar de descifrar el pergamino
y recobrar su forma humana. Por esta razón,
me ha enviado, para que yo actúe en su
nombre.
»Señores, yo les aseguro formalmente que
Randolph Carter no ha muerto; que se halla
temporalmente en una situación excepcional,
pero que dentro de dos o tres meses a lo sumo
podrá presentarse en su verdadera forma,
y exigir la restitución de sus bienes. Estoy
dispuesto a presentarles pruebas de ello si es
necesario. Por lo tanto, les ruego que suspendan
esta reunión por tiempo indefinido».
VIII
De Marigny y Phillips se quedaron mirando
al hindú como hipnotizados, mientras Aspinwall
emitía una serie de gruñidos y resoplidos.
Por fin, el malhumor del viejo abogado
estalló en una furia incontenible, y dio un
puñetazo en la mesa con su mano de hinchadas
venas apopléticas. Cuando pudo hablar,
parecía más bien que ladraba:
-¿Cuánto tiempo hay que soportar esta
payasada? Llevo una hora escuchando a este
loco, a este impostor, y ahora tiene la desfachatez
de decir que Carter está vivo...,. ¡y de
pedir que se aplace la distribución de la
herencia sin una razón justificada! ¿Por qué
no echa a la calle a este bribón, De Marigny?
¿Pretende usted que nos dejemos tomar el
pelo por un charlatán o un majadero?
De Marigny, sereno, alzó la mano con sosiego:
-Reflexionemos con calma. Esta historia es
muy singular y hay en ella algunas cosas que
yo, como ocultista no del todo ignorante, considero
muy lejos de ser imposible. Además,
desde mil novecientos treinta he venido recibiendo
cartas del swami que concuerdan con
el relato.
Al interrumpirse, el viejo señor Phillips
aventuró:
-El swami Chandraputra ha hablado de
pruebas. A mí también me parece que hay
cosas muy significativas en esta historia, y
también yo he recibido muchas cartas del
swami que lo confirman. Pero algunas de estas
declaraciones parecen excesivas. ¿No nos
puede usted mostrar alguna prueba tangible?
Con el rostro impasible, el swami sacó un
objeto del bolsillo de sus ropajes holgados Y
contestó con su voz ronca:
-Aunque ninguno de ustedes haya visto
jamás la llave de plata, el señor De Marigny y
el señor Phillips sí la han visto en fotografía.
¿Les resulta entonces esto familiar?
Nerviosamente, colocó sobre la mesa, con
su enorme mano enfundada en blancos mitones,
una pesada llave de plata enmohecida,
de unos doce o trece centímetros de largo, de
una artesanía exótica y absolutamente desconocida,
y cubierta de punta a punta por
jeroglíficos sumamente extraños. De Marigny
y Phillips dejaron escapar una exclamación.
-¡Eso es! -exclamó De Marigny-. La fotografía
no miente. ¡No puede haber error!
Pero Aspinwall ya había soltado su respuesta:
-¡Locos! ¿Qué prueba eso? ¡Si esa es la
llave que realmente perteneció a mi primo,
este extranjero, este condenado negro, tendrá
que explicarnos cómo ha venido a parar a
sus manos! Randolph Carter desapareció con
esa llave hace cuatro años. ¿Cómo sabemos
que no se la robó y le asesinó después? Mi
primo estaba medio chiflado y tenía relación
con gente más chiflada aún. Vamos a ver,
negro: ¿de dónde has sacado esa llave? ¿Has
matado a Randolph Carter?
El semblante del swami, normalmente
tranquilo, no se inmutó; pero sus hundidos
ojos negros llamearon peligrosamente en el
fondo de sus órbitas y habló con gran dificultad.
-Le ruego que se domine, señor Aspinwall.
Hay otra clase de prueba que podría enseñarles,
pero el efecto que les causaría no sería
agradable. Seamos razonables. Aquí tengo
algunos papeles que evidentemente han sido
escritos en mil novecientos treinta, y con letra
inconfundible de Randolph Carter.
Sacó con torpeza un gran sobre del interior
de sus holgadas vestiduras y se lo tendió al
furioso apoderado, mientras De Marigny y
Phillips presenciaban la escena hechos un
mar de confusiones, y con una incipiente sensación
de terror insuperable.
-La escritura, por supuesto, es casi ilegible,
pero recuerde que Randolph Carter no
tiene en la actualidad las manos bien adaptadas
para la escritura humana.
Aspinwall ojeó los papeles; estaba visiblemente
perplejo, pero no cambió de actitud.
En la estancia reinaba una tensa excitación y
un temor apenas reprimido. El ritmo extraño
del reloj en forma de ataúd resultaba completamente
diabólico para De Marigny y Phillips,
pero al abogado no parecía impresionarle en
absoluto.
Aspinwall habló otra vez:
-Esto parece una falsificación muy bien
hecha. Y si no lo es, puede que Randolph Carter
se encuentre en poder de algún desaprensivo
que lo tenga secuestrado. Sólo cabe
hacer una cosa: arrestar a este impostor. De
Marigny, ¿quiere usted telefonear a la policía?
-Aguarde todavía -contestó el anfitrión-.
No considero necesario que intervenga la policía
en este caso. Tengo una idea. Señor Aspinwall,
este caballero hindú es un ocultista
de verdadero talento que afirma estar en íntima
comunicación con Randolph Carter. ¿Se
quedaría usted satisfecho si contestara a cier-
tas preguntas cuya respuesta sólo podría conocer
alguien que estuviera en estrecho contacto
con él? Conozco a Carter y puedo hacer
preguntas de esta índole. Permítame traer un
libro que, según creo, podrá servirnos de
prueba.
Se dirigió hacia la puerta para ir a la biblioteca,
y Phillips, perplejo, le siguió maquinalmente.
Aspinwall permaneció en su sitio
escrutando con atención al hindú que estaba
sentado frente a él, con su rostro impasible.
De repente, cuando Chandraputra recogía con
torpeza la llave y se la guardaba en el bolsillo,
el abogado soltó un grito gutural:
-¡Ah, cielos, ya lo entiendo! Este bribón está
disfrazado. A mí no me hace creer que es
un indio del Asia. Esa cara... ¡No es una cara,
es una máscara! La idea me la ha debido dar
su historia, pero es verdad. No la mueve por
nada, y el turbante y la barba le ocultan los
bordes. ¡Este tipo es un vulgar criminal! Ni
siquiera es extranjero. Me he venido dando
cuenta por su manera de hablar. Y miren esos
mitones. Sabe que puede dejar huellas dactilares.
¡Maldita sea, se la voy a arrancar!...
-¡Alto! -la voz ronca y extraña del swami
denotaba un terror ultraterreno- le he dicho
que había otra forma de probarle lo que digo,
si era necesario, y le advertí que no me provocara.
Este viejo entrometido tiene razón:
no soy un indio de verdad. Este rostro es una
máscara, pero el que hay debajo no es
humano. Ustedes también lo han sospechado,
me he dado cuenta hace unos minutos. No
resultaría nada agradable que me quitara la
máscara. Déjalo estar, Ernest. De todos modos
tengo que decírtelo ya: yo soy Randolph
Carter.
Nadie se movió. Aspinwall soltó un gruñido
e hizo un gesto vago. De Marigny y Phillips,
desde el otro extremo de la habitación, veían
el congestionado rostro del viejo y la espalda
de la figura con turbante que se alzaba ante
él. En el anormal latido del reloj había algo
espantoso, y el humo de los trípodes y las
figuras de los tapices parecían moverse al son
de una danza macabra. El abogado, fuera de
sí, rompió el silencio:
-¡No; no eres mi primo, ladrón... no me
asustarás! Tus razones tendrás para no querer
que te veamos la cara. Seguramente porque
sabemos quién eres. ¡Fuera esa máscara!
Al abalanzarse contra él, el swami le agarró
la mano con las suyas, enfundadas en los
mitones, y emitió un extraño grito, mezcla de
dolor y sorpresa. De Marigny quiso interponerse
entre los dos, pero se detuvo desconcertado
cuando el grito de protesta del falso
hindú se transformó en una especie de zumbido
o rechinamiento inexplicable. Aspinwall
tenía el rostro congestionado y enfurecido, y
lanzó su mano libre a la espesa barba de su
oponente. Esta vez consiguió cogerla, y de un
tirón frenético, desprendió del turbante el
rostro de cera, que quedó colgando de la mano
del abogado.
En el mismo instante, Aspinwall dejó escapar
un grito ahogado y Phillips y De Marigny
vieron que su cara se contraía en la convulsión
más salvaje, en la más espantosa mueca
de horror que nunca vieran en rostro humano.
Entre tanto, el falso swami había soltado
su otra mano y se había quedado de pie, como
atontado, emitiendo una serie de ruidos
entrecortados de lo más incomprensible. Luego,
la figura del turbante se acurrucó en una
postura muy poco humana y comenzó a
arrastrarse de manera singular hacia el reloj
en forma de ataúd, que seguía marcando un
ritmo cósmico anormal. Su cara descubierta
estaba en ese momento vuelta hacia otro
lado, y De Marigny y Phillips no podían ver lo
que el abogado había puesto al descubierto.
Centraron su atención en Aspinwall, que se
había desplomado en el suelo. El encanto se
había roto... Pero cuando se acercaron al viejo,
estaba muerto.
Al volverse rápidamente hacia el swami,
que retrocedía resollando, De Marigny vio
cómo de uno de sus brazos colgantes se desprendía
un enorme mitón blanco. Las vaharadas
del olíbano eran espesas, y todo lo que
logró ver de la mano descubierta fue una cosa
larga y negra. Antes que el criollo pudiera
llegar hasta la figura que retrocedía, el anciano
señor Phillips le retuvo por el hombro.
-¡No! -susurró-. No sabemos con qué nos
vamos a enfrentar. La otra faceta, ya sabe,
Zkauba, el hechicero de Yaddith...
La figura del turbante había llegado junto
al extraño reloj, y los dos hombres presenciaron
a través de la humareda cómo una zarpa
negra manipulaba en la alargada puerta cubierta
de jeroglíficos. Aquella manipulación
produjo un extraño golpeteo. Luego, la figura
entró en la caja de forma de ataúd y cerró la
tapa después.
De Marigny no pudo contenerse, pero
cuando se acercó y abrió el reloj, estaba vacío.
Seguía palpitando con el ritmo cósmico y
misterioso que subyace en todos los accesos
del éxtasis místico. En el suelo habían quedado
un enorme mitón blanco y un hombre
muerto con una máscara en su mano crispada;
ni un solo rastro más.
Transcurrió un año, y no se oyó hablar
más de Randolph Carter. Sus bienes siguen
intactos aún. Las señas de Boston, desde
donde un tal «swami Chandraputra» había
enviado información a diversos místicos entre
los años 1930 y 1932, correspondían al domicilio
de un extraño hindú, pero éste se había
ausentado poco antes de la reunión de Nueva
Orleáns, y no se le volvió a ver desde entonces.
Era, al parecer, un individuo moreno,
inexpresivo y con barba. El dueño de la casa
cree que la máscara de color oscuro que le
mostraron se parece muchísimo a él. Sin embargo,
jamás se sospechó que hubiera relación
alguna entre el desaparecido hindú y las
pesadillescas apariciones sobre las que tanto
murmuraban los eslavos del barrio. Las colinas
de Arkham fueron registradas en busca
de la «envoltura metálica», pero sin resultado.
Sin embargo, un empleado del First National
Bank de Arkham recuerda que en octubre
de 1930, un extranjero con turbante
cambió por dinero cierta cantidad de barras
de oro.
De Marigny y Phillips no saben qué pensar
del caso. Después de todo, ¿qué pruebas hay
sobre él? Un relato, una llave que podía haber
sido imitada de una de las fotografías que
Carter había distribuido en 1928, algunos
documentos... Ninguna de estas pruebas era
concluyente. Había un extranjero enmascarado,
pero, ¿vivía alguien que hubiera visto lo
que ocultaba la máscara? En medio de la tensión
nerviosa y del humo del olíbano, aquella
desaparición en el interior del reloj podía muy
bien explicarse como una alucinación sufrida
por ambos. Los hindúes conocen muchos secretos
de la hipnosis. La razón proclama que
el swami era un criminal que había tratado de
apoderarse de la herencia de Randolph Carter.
Pero la autopsia decía que Aspinwall
había muerto de un ataque. ¿Fue sólo un
arrebato de cólera lo que provocó el desenlace?
Hay ciertos detalles en esa historia...
En una inmensa estancia con tapices de
extrañas figuras y ambiente impregnado por
el humo del olíbano, Etienne-Laurent de Marigny
se sienta a menudo a escuchar el ritmo
anómalo de ese reloj en forma de ataúd, cubierto
de extraños jeroglíficos.

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